A un hombre de edad ya madura, por más que hasta ese momento
había vivido siempre sin una esposa, se le ocurrió casarse, y lo que tal vez
hizo más en contradicción con sus sentimientos fue escoger a una jovencita de
dieciocho años con el rostro más atractivo del mundo y el talle más adorable.
El señor de Bernac, pues así se llamaba este marido, cometía una increíble
estupidez al buscar una esposa, pues era menos versado que nadie en los
placeres que procura el himeneo y las manías con que reemplazaba los castos y
delicados placeres del vínculo conyugal distaban mucho de agradar a una joven
de la manera de ser de la señorita de Lurcie, que así se llamaba la desdichada
que Bernac acababa de encadenar a su vida.
Y la misma noche de bodas confesó
sus gustos a su joven esposa, tras hacerle jurar que no revelaría nada de ello
a sus padres; se trataba -como señala el celebre Montesquieu- de ese
ignominioso comportamiento que hace retroceder a la infancia: la joven esposa
en la postura de una niña merecedora de un correctivo, se prestaba de esa
forma, quince o veinte minutos más o menos, a los brutales caprichos de su
decrépito esposo, y era con la ilusión de esta escena con lo que él lograba
saborear esa sensación de deliciosa embriaguez que todo hombre, con más sanos
instintos, de seguro no habría querido sentir más que en los amorosos brazos de
Lurcie.
La operación le pareció un poco dura a una muchacha
delicada, bonita, criada en la comodidad y ajena a toda pedantería; no
obstante, como le habían recomendado mostrarse sumisa, pensó que todos los
maridos se comportaban igual; tal vez el propio Bernac había alentado esa idea,
y ella se entregó con la mayor honestidad del mundo a la depravación de su
sátiro; todos los días se repetía lo mismo y a menudo dos veces en vez de una.
Al cabo de dos años la señorita de Lurcie, a la que seguiremos llamando con
este nombre, ya que seguía siendo tan virgen como el día de su boda, perdió a
su padre y a su madre, y con ellos la esperanza de lograr que hicieran más
llevaderos sus sufrimientos, cosa que ya había empezado a pensar desde hacía
algún tiempo.
Esa pérdida no hizo sino volver a Bernac aún más osado y si,
en vida de sus padres, se había mantenido dentro de ciertos límites, cuando
ella los perdió y vio que ya no le era posible acudir a nadie que pudiera
vengarla, dejó a un lado todo comedimiento. Lo que al principio había parecido
simplemente una broma se fue convirtiendo, poco a poco, en una auténtica
tortura; la señorita de Lurcie no podía soportarlo por más tiempo, su corazón
se fue agriando y no pensó ya más que en la venganza. La señorita de Lurcie
veía a muy poca gente, su marido la hacía vivir tan retirada como le resultaba
posible; el caballero d’Aldour, primo de ella, a pesar de todas las indirectas
de Bernac, nunca había dejado de ir a visitarla; el joven poseía la más hermosa
figura del mundo y, no desinteresadamente por cierto, seguía manteniendo con su
prima un trato frecuente; el celoso, como era conocidísimo en sociedad, por
temor a las burlas, no se atrevía a vedarle la entrada en su casa… La señorita
de Lurcie puso sus esperanzas en aquel familiar para librarse de la esclavitud
en que vivía; escuchaba los requiebros que día tras día le dirigía su primo y
por fin se abrió totalmente a él y se lo confesó todo.
-Vengadme de este infame -le dijo-, y hacedlo por medio de
una escena tal que jamás se atreva a divulgarla; el día que así lo hagáis será
el de vuestro triunfo, sólo a ese precio he de ser vuestra.
D’Aldour, encantado, se lo promete y su único afán es ya
sólo el éxito de una aventura que había de proporcionarle momentos tan gratos.
Cuando todo está preparado:
-Señor -le dice un día a Bernac-, tengo el honor de estar
demasiado estrechamente ligado a vos y asimismo tengo en vos demasiada
confianza como para no revelaros el secreto himeneo que acabo de contraer.
-¿Un himeneo secreto? -le contesta entusiasmado Bernac,
viéndose ya libre de un rival que le hacía estremecer.
-Pues sí, señor; acabo de ligar mi destino al de una
adorable esposa y mañana es cuando tiene que hacerme feliz; es una muchacha
carente de fortuna, lo confieso, pero, ¿qué me importa si yo la tengo por los
dos? Me caso, para ser sincero, con toda una familia; son cuatro hermanas que
viven juntas, pero como su compañía es tan agradable eso no hace sino aumentar
mi felicidad… Me alegraría, señor -prosigue el joven-, que mañana vos y mi
prima me hicierais el honor de asistir aunque no fuera más que al banquete de
bodas.
-Señor, yo salgo muy poco y mi mujer todavía menos, ambos
vivimos en un completo retiro, pero si a ella le apetece yo no tendré nada que
objetar.
-Conozco vuestros gustos, señor -contesta d’Aldour- y os
aseguro que seréis servido a la medida de vuestros deseos… A mí la soledad me
gusta tanto como a vos; además, como ya os he dicho, tengo buenas razones para
ser discreto: será en el campo, hace buen tiempo, todo os es propicio y yo os
doy mi palabra de honor de que estaremos completamente solos.
Lurcie, en efecto, deja entrever ciertos deseos, su marido
no se atreve a llevarle la contraria delante d’Aldour y la excursión queda
fijada.
-¡Teníais que decir que sí a algo semejante! -exclama entre
gruñidos tan pronto como se queda a solas con su mujer-. Sabéis perfectamente
que todo eso no me importa lo más mínimo, ya me encargaré yo de acabar con esa
clase de caprichos y os advierto que tengo la intención de conduciros dentro de
poco a una de mis posesiones, donde no volveréis a ver jamás a nadie, excepto a
mí.
Y como el pretexto, fundado o no, era un aliciente más para
las lujuriosas escenas que el propio Bernac inventaba cuando la realidad no le
parecía suficiente, no pierde la ocasión, hace pasar a Lurcie a su habitación y
le dice:
-Iremos, sí…, lo he prometido, pero pagaréis caro el deseo
que habéis mostrado…
La pobre desdichada, creyéndose ya cerca del desenlace, lo
soporta todo sin queja alguna.
-Haced lo que os plazca, señor -dice humildemente-; me
habéis concedido una gracia y sólo os debo por mi parte agradecimiento.
Tanta ternura y tanta resignación hubieran desarmado a
cualquiera, salvo a un corazón petrificado por el vicio como el del libertino
Bernac, pero nada le detiene, se siente dichoso y luego se acuestan en
silencio; a la mañana siguiente, d’Aldour, cumpliendo lo acordado, va a recoger
a los esposos y se ponen en marcha.
-¿Veis? -dice el joven primo de Lurcie al entrar con el
marido y su mujer en una casa extraordinariamente apartada-. Podéis comprobar
que esto no se parece en nada a una fiesta pública; ni un coche ni un lacayo,
estamos, como os dije, completamente solos.
En ese momento, cuatro corpulentas mujeres, de unos treinta
años de edad más o menos, fuertes, llenas de vigor y de cinco pies y medio de
estatura cada una, aparecen bajando la escalera y dan la bienvenida de la
manera más cortés al señor y a la señora de Bernac.
-Esta es mi mujer, señor -dijo d’Aldour, presentándole a una
de ellas-, y estas otras tres son sus hermanas; nos hemos casado esta mañana en
París al despuntar el alba y os esperamos para celebrar la boda.
Todo discurre en medio de recíprocas cortesías; tras unos
minutos de tertulia en el salón, donde Bernac se convence con gran admiración
por su parte de que están tan solos como se pueda desear, un criado llama para
el almuerzo y se sientan a la mesa; nada tan animado como la comida; las cuatro
presuntas hermanas, muy dadas a las frases ingeniosas, hicieron gala de toda la
vivacidad y alegría imaginables, pero como ni por un momento olvidaron la
debida corrección, Bernac, completamente engañado, se creía en la mejor
compañía del mundo; entretanto, Lurcie, rebosante de felicidad viendo cómo le
llegaba su hora a su tirano y desesperadamente decidida a poner punto final a
una continencia que hasta aquel momento no le había acarreado más que lágrimas
y sufrimientos, se divertía con su primo y lo celebraban con champaña, a la vez
que lo colmaba de las más tiernas miradas; nuestras heroínas, que tenían que
hacer acopio de fuerzas, bebían y reían por su lado, y Bernac, dejándose llevar
y no viendo más que pura y simple alegría en todo aquello, tampoco se mostraba
mucho más comedido que los demás. Pero como no había que perder la cabeza,
d’Aldour les interrumpe oportunamente y propone que vayan a tomar café
-Por cierto, primo -le dice cuando ya lo han tomado-, os
ruego que os dignéis a recorrer mi casa, sé que sois hombre de buen gusto, la
he comprado y amueblado expresamente para mi matrimonio, pero temo que no he
hecho muy buen negocio y, si no os importa, podríais darme vuestra opinión.
-Con mucho gusto -responde Bernac-, nadie entiende de esas
cosas tanto como yo y veréis cómo acierto a calcular el total con una
diferencia de diez luises, os lo apuesto.
D’Aldour se adelanta hacia la escalera dando la mano a su
hermosa prima; Bernac queda entre las cuatro hermanas y en ese orden llegan a
una alcoba, muy apartada y sombría, al otro extremo de la casa.
-Esta es la cámara nupcial -le dice d’Aldour al viejo
celoso-. ¿Veis este lecho, primo?, pues aquí es donde vuestra esposa va a dejar
de ser virgen. ¿No es ya hora de que no siga esperando?
Esa era la señal: al instante las cuatro impostoras se
abalanzan sobre Bernac, armada cada una con un haz de varas; le bajan los
calzones, dos de ellas le sujetan y las otras dos se turnan para azotarle, y
mientras se afanan en ello con todas sus fuerzas:
Achille Devéria
-Querido primo -le grita D’Aldour-, ¿os dije que seríais
servido a la medida de vuestros deseos? Pues para complaceros no se me ha
ocurrido nada mejor que devolveros lo que dais todos los días a vuestra
adorable esposa; no vais a ser tan bárbaro como para infligirle algo que os
gustaría recibir vos mismo, por lo que me alegro de poder trataros con tanta
galantería; no obstante, aún sigue faltando otra circunstancia para la
ceremonia: mi prima, según creo, a pesar de vivir con vos desde hace ya mucho
tiempo, sigue siendo tan virgen como si os hubierais casado ayer mismo; un
descuido semejante por vuestra parte no puede proceder más que de la
ignorancia; apuesto a que es que no sabéis cómo hacerlo… Pues os lo voy a
enseñar, amigo mío.
Y con estas palabras, al compás de la agradable música, el
apuesto primo arroja a su prima sobre el lecho y la hace mujer a la vista de su
indigno esposo… Sólo entonces la ceremonia concluye.
-Señor -dice d’Aldour a Bernac, descendiendo del altar-, tal
vez la lección os parecerá un poco fuerte, pero convendréis en que la injuria
lo era por lo menos otro tanto; yo ni soy ni quiero ser el amante de vuestra
esposa, señor, aquí la tenéis, os la devuelvo, pero os recomiendo que en el
futuro os comportéis con ella de una manera más digna; si no fuera así, ella
hallaría de nuevo en mí a un vengador que no os trataría ya con tantos
miramientos.
-Señora -exclama Bernac enfurecido-, en verdad este
proceder…
-Es el que os habéis merecido, señor -le contesta Lurcie-;
pero si no estáis conforme con él, sois muy dueño de divulgarlo, los dos
expondremos nuestras razones y ya veremos de cuál de los dos se ríe el público.
Bernac, confuso, reconoce sus errores, no intenta inventarse
más sofismas para legitimarlos y se arroja a los pies de su esposa para
implorar perdón. Lurcie, dulce y generosa, le hace levantar y le abraza, los
dos regresan a su casa e ignoro qué medios empleó Bernac, pero desde aquel
momento la capital no conoció nunca una pareja más íntima, unos amigos más
tiernos y un marido más virtuoso.
Marqués de Sade
Donatien Alphonse François de Sade